ULTIMO PARTIDO DE DIEGO MARADONA
El 25/10/97, sin saberlo, Diego
jugaba su último partido. Fue un 2-1 a River en Núñez.
El futbol nunca volvió a ser el mismo.
El primer homenaje se lo hizo,
sin saberlo, el Huevo Toresani. Iban dos minutos del segundo tiempo
en Núñez y Diego le había dejado su lugar
en el campo a un pibe que pintaba bien, un tal Riquelme. Latorre
cortó una pelota para Julio César y... "Burgos
me conoce demasiado, por eso se la tuve que picar. Me transformé
en Maradona", contaba el Huevo después del partido.
Boca levantaba con ese gol el baile del primer tiempo con
Diego arrastrándose en la cancha y lo otro es conocido.
Bermúdez ataja en la línea a Burgos, Palermo cabecea,
Boca festeja y Diego sale a dar media vuelta por el Monumental,
de cara a la tribuna de Boca, haciendo el gestito de idea que
tan nítidamente se ve en la foto. "A River se le cayó
la bombacha", dijo, para alimentar la historia de sus frases
célebres. Todavía no sabía que le había
tocado un nuevo antidoping, que los rumores crecerían como
monstruos mediáticos alrededor de su pis dorado y que el
29 de octubre, un día antes de cumplir 37 años,
anunciaría el inicio de una nueva era: el año I
DM. El primer día del resto de nuestras vidas.
Nadie lo creyó en aquel
momento, acostumbrados todos a los amagos de su cintura mágica.
Pero aquel superclásico del 25 de octubre de 1997 fue el
último partido oficial de Diego. No debía sorprender
por la turbulencia de aquellos días, en los que el Diez
aparecía un miércoles después de cinco días
sin entrenarse y se postulaba para jugar el sábado con
River después de levísimos movimientos durante las
72 horas siguientes. No debía sorprender a nadie después
de ese clásico horrible que terminó, casi premonitoriamente,
con el traspaso de mando y de magia. Riquelme fue el Premio Maradona
del clásico. Y Diego, por primera y única vez, el
Chenemigo: "Lento y previsible, fue uno menos a la hora de
preocupar. Increíble pero real", se escribió
en Olé con ese dolor insoportable que se siente ante el
derrumbe inevitable de leyenda de carne y sangre.
Después siguieron días
difíciles en los que desafió, desde su estatura
de dios pagano, a todo el Olimpo. Estuvo gordo a reventar y flaco
como cuando jugaba. Se divorció de su mujer y de Coppola.
Bailó en un concurso e hizo un programa de TV. Bardeó
a Juan Pablo II. Se colgó cruces enormes en cadenas como
para un toro. Defendió a Fidel. Se inmortalizó al
Che en el brazo izquierdo. Vivió en Cuba. Se radicó
en Ezeiza. Jugó al tenis y al golf. Y vio desde su palco
cómo La Bombonera se transformaba en el templo de Román.
Admitió su adicción a la cocaína y, al borde
de la muerte, se trató. Admitió su adicción
al alcohol y, al borde de la muerte, lo internaron. Hasta tuvo
tiempo de morirse una tarde, casi diez años después
de aquel retiro, en una clínica de Almagro.
Fue el 25 de abril de este año,
y Diego se enteró de su muerte dos horas después
y por teléfono. Se despertó de la siesta sobresaltado,
ante una sucesión de llamados familiares que casi hacen
colapsar las líneas de la clínica psiquiátrica
donde se trataba: no estaba muerto, y entonces no pudo comprobar
si es cierto aquello de que pasa en un flash la película
de tu vida. No vio al Pato Fillol desparramado en el barro, ni
los goles a Inglaterra, ni el altar usurpado a San Gennaro en
Nápoles. A las 19.38, por las dudas, lo resucitó
un comunicado de los directores. Nunca se aclaró del todo
aquel rumor, pero las placas negras habían invadido las
pantallas rojas en señal de luto.
Hoy, vive en el slalom de Messi, en el potrero
de Tevez, en la estocada precisa de Riquelme. Porque en definitiva
él, Diego Armando Maradona, es el gen argentino. Sólo
así es soportable esta década infame.
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